¿Debemos guiarnos por nuestros sentimientos?
Cuando me separé de José Luis, el padre de mi hijo, mis sentimientos estaban fuera de control. En un momento estaba entusiasmada con mi nueva etapa, al siguiente rompía a llorar muerta de miedo y al otro estaba resentida y enojada con él por hacerme pasar por tanto dolor innecesario.
Estaba convencida de que si él se hubiera comportado de otra manera, no hubiéramos tenido problemas. Vivía bajo la ilusión de que mi dolor no tenía nada que ver conmigo y que la causa de lo que yo sentía era él. Pensaba que si él cambiara, yo estaría bien.
Cuando experimentamos sentimientos, especialmente si son incómodos y nos abruman, tales como tristeza, desesperanza, impotencia, ira, hostilidad, agresividad, competitividad, odio, frustración, miedo, celos, inseguridad, culpabilidad, vergüenza, envidia, depresión, etc. pensamos que la causa es algo ajeno a nosotros, por lo que tratamos de transformarlos actuando en el mundo exterior (intentando cambiar a la otra persona, por ejemplo).
Y es que el movimiento romántico del siglo XIX nos legó la noción de que nuestras emociones siempre son la mejor guía para saber la verdad. Creemos que tanto lo que pensamos como lo que sentimos es una verdad incuestionable.
Sin embargo, una larga tradición en filosofía, misticismo, psicología, espiritualidad... nos ha advertido sobre la importancia de no asumir como certeras las primeras ideas y sensaciones que tengamos, dada la inclinación que
nuestra mente tiene a malinterpretar la realidad.
Los escépticos en la Grecia antigua estaban fascinados con la tendencia del ser humano a equivocarse en su vida cotidiana debido a la influencia de las emociones.
Al igual que nuestros cambios de humor.
Normalmente, sin que entendamos de dónde vienen estos sentimientos -o incluso de que existían- podemos en un momento sentirnos afortunados y agradecidos por haber compartido parte de nuestro camino con cierta persona. Y unas horas después, sin que nada del mundo externo haya cambiado, otro humor nos lleva a reevaluar esa misma relación y percibimos que esa persona, a quién queríamos mucho ayer, nos parece hoy un demonio al que queremos destruir.
Y esto es así debido a que
nuestra mente no está libre de la influencia de las emociones.
Irónicamente,
parte de lo que significa estar sujeto a una emoción es precisamente que no te das cuenta de que estás en sus manos.
El director del espectáculo: el Sistema Nervioso Autónomo
¿Por qué no queremos sentir odio y venganza, pero no lo podemos remediar?
¿Por qué a veces reaccionamos descontrolados, llenos de rabia, incapaces de pensar y actuar con claridad?
¿Por qué un simple gesto de otra persona, como una mirada o el tono de voz nos hace sentir profundamente rechazados?
¿Cómo es posible que hayan pasado años de un determinado hecho, como una ruptura, y aún nos siga doliendo?
Básicamente, debido a nuestro
Sistema Nervioso Autónomo (SNA).
Dada la importancia que tiene en nuestras vidas, veamos, de forma muy esquemática, algunas nociones sobre cómo funciona, para de esta forma comprender mejor cómo podemos actuar sobre él.
Nuestro Sistema Nervioso (SN) es una red compleja, compuesta por miles de millones de células nerviosas llamadas
neuronas, que nos permite hacer todo, desde respirar, hasta caminar y soñar. El SN es quien
dirige las reacciones de nuestro cuerpo al mundo y también
controla la mayoría de nuestras funciones internas.
El SN está divido en dos partes:
el Sistema Nervioso Central (SNC) y el Sistema Nervioso Periférico (SNP).
- El SNC regula las acciones voluntarias y controladas, que requieren un pensamiento consciente, como cuando caminamos o aplaudimos.
- Las acciones involuntarias, que funcionan en piloto automático, como los latidos del corazón, están dirigidas por una parte del SNP denominada Sistema Nervioso Autónomo (SNA).
El
sistema nervioso autónomo (SNA) se encarga de funciones como:
- la presión sanguínea,
- el ritmo cardíaco,
- la frecuencia respiratoria,
- la temperatura corporal,
- la digestión,
- la producción de fluidos corporales (saliva, sudor y lágrimas),
- el sueño y la vigilia,
- el parpadeo continuo para mantener húmedos nuestros ojos,
- etc.
Y las regula automáticamente, es decir, que
no tenemos que encargarnos conscientemente de esas funciones, el cuerpo lo hace solo sin la necesidad de pensar en ellas. Lo cual, si lo piensas bien, es un gran acierto de la naturaleza que no tengamos que acordarnos de poner en marcha las papilas gustativas cuando comemos, ni estar pendientes de que el corazón siga latiendo, ni de ninguno de los otros millones de procesos que ayudan al cuerpo a mantener el orden. ¿No te parece?
Sin embargo, la parte menos favorable de que el SNA funcione de manera automática es que
no podemos intervenir voluntariamente en él para controlarlo. Por más que quisiéramos cambiar intencionalmente nuestro ritmo cardíaco o alterar el flujo de la sangre para dejar de ponernos rojos cuando sentimos vergüenza, no podríamos.
El SNA se divide, a su vez, en otras dos partes o mitades diferentes que son las encargadas de:
- hacernos sentir bien y relajados (Sistema Nervioso Parasimpático).
- hacernos sentirnos mal (Sistema Nervioso Simpático o Sistema de “escape-lucha-”).
Y un dato muy importante a tener en cuenta es que ambas partes, diversión y miedo, están en mutua competencia. De manera que, si la mitad de la diversión se activa, la del malestar se inhibe, y viceversa. Es decir,
no puedes sentirte bien y sentirte mal al mismo tiempo.
O bien tienes activado el Sistema Nervioso Parasimpático o bien tienes en funcionamiento el Sistema Nervioso Simpático.
Y, en caso de que no te sientas ni excesivamente mal ni excesivamente bien, la que posea mayor actividad acabará por gobernar a la otra.
👉En consecuencia, un objetivo fundamental para ti a partir de ahora es aprender a activar con intensidad la mitad de la diversión para vencer los estados de ira, depresión, culpabilidad, ansiedad, etc. Volveremos a este punto más adelante.
¿Para qué necesitamos un mecanismo corporal que nos haga sentir mal?
Básicamente, para garantizar nuestra supervivencia.
Cuando percibimos una amenaza exterior el Sistema Nervioso Simpático se activa. Cuando está activado levemente sólo te sientes nervioso o incómodo, pero si se activa con intensidad moviliza nuestro cuerpo para afrontar situaciones de emergencia:
- aumenta nuestro ritmo cardíaco y la tensión arterial,
- tensa los músculos,
- y libera en la sangre hormonas como la adrenalina y el cortisol, las cuales incrementan el estado de alerta y fuerza física.
De este modo el Sistema Nervioso Simpático prepara nuestro cuerpo para huir, paralizarnos o afrontar un peligro (peleando, por ejemplo) automáticamente.
Lo vemos con
un ejemplo. Imagina que estás paseando por la calle tranquilamente. Y decides cruzar al otro lado de la calle, cuando de repente te das cuenta que se acerca un coche a toda velocidad. ¿Qué sientes en ese momento? Seguramente notarás, entre otras cosas, que el corazón te late de forma desbocada (aumento de la frecuencia cardíaca); además respiras más rápido de lo normal (hiperventilación) y todos tus músculos están en tensión. En definitiva, acabas de conectar con tu SNA para prepararte para “la huida” (para dar un gran salto y así evitar que te pille el coche, por ejemplo).
No has tenido que pararte a analizar o valorar qué decisión tomar en tal circunstancia (de esto se encarga tu Sistema Nervioso Central, la “vía lenta”), sino que ha sucedido de manera automática, mecánica, irreflexiva, por la “vía rápida”.
Pero ¿Qué pasa cuando tras una ruptura de pareja sentimos un nudo en el estómago, el corazón nos late veloz, nos sentimos deprimidos o incluso fuera de control, diciendo cosas horribles a nuestro ex, a nuestros hijos, y haciendo todo tipo de cosas destructivas que nunca pensamos que haríamos, como querer vengarnos?
Que se nos ha conectado el Sistema Nervioso Simpático.
Nuestro cuerpo está reaccionando ante la ruptura igual que cuando nos iba a pillar el coche (¡o como si nos persiguiera un león o luchásemos contra caníbales hambrientos! ). En ambas situaciones, el SNA nos está preparando para la supervivencia; la diferencia es que en el primer caso el peligro era real.
Pero ¿Por qué se activa en el segundo caso? Porque el cuerpo de quien lo vive ha aprendido a “tener miedo” ante esa situación. Y ante el miedo ya hemos visto que se activa automáticamente nuestro SNA. Y el Sistema Nervioso Central (SNC), que dijimos que es nuestra parte más racional, queda en un segundo plano.
Así que, por mucho que queramos controlarnos racionalmente y nos digamos que no pasa nada, la verdad es que poco podemos conseguir en esos momentos.
En esos instantes nuestra mente “no filtra” la realidad tal cual es sino que "ve" el evento como “potencialmente amenazante”. Por lo que los receptores de nuestra mente envían señales químicas de dolor que reproducen la misma sensación que un dolor físico real.
Es como si
nuestro cerebro identificara “ruptura” con “peligro”; para él es igual que si estuvieras siendo atacado. Lo cual desencadena nuestro instinto de supervivencia para hacer frente a la amenaza por cualquier medio necesario, por muy irracional que sea.
¿Qué sucede si la percepción de peligro permanece durante mucho tiempo?
Siempre que el cerebro “cree” que hay una emergencia actúa de forma mecánica y pone en marcha el SNA. En cuanto siente peligro nos prepara para la huida o la lucha ¡y nos pone a mil por hora! Es la manera en que nuestro cuerpo está diseñado para actuar cuando se encuentra en estado de supervivencia. Ese es el propósito del SNA.
Y, una vez pasado el peligro, el cuerpo recupera su estado normal, lo que se conoce como “homeostasis”. Cuando nos iba a pillar el coche el SNA se activó para prepararnos para la huida, y, en cuanto nos dimos cuenta de que el peligro se había esfumado y que no nos pasó nada, el cuerpo recuperó el equilibrio. Es decir que la activación es útil para una situación concreta, en un momento dado y por un breve tiempo.
Sin embargo, si esta actitud de alerta se vuelve permanente o muy prolongada debido a situaciones percibidas como “problemáticas” o como “difíciles pruebas a superar”, tales como enfermedades, problemas familiares, en las relaciones, en nuestras finanzas o problemas laborales (para los que no vislumbramos una solución más o menos clara o inmediata), entramos en un proceso de ansiedad.
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